miércoles, 11 de enero de 2006

Homenaje a mis Profesores



No es esta una tarea escolar o un simple gesto de “pelotilleo”; es casi una necesidad que tengo, una vez que yo no estoy en mi puesto, que no he sido capaz de emularlos, de desatar la hebilla de sus respetadas sandalias, de poner en práctica hasta el final el tácito lema de: “¡ve y enseña como yo a ti!” Y no quiero acercarme más al cliché evangélico aunque allí también se respira maestría.
   En efecto, me apetece brindarles este sencillo acto de gratitud y reconocimiento prácticamente a casi todos ellos, aunque aquí solo aparezcan algunos de sus nombres.
  Y lo hago en un momento en que el papel del maestro y del profesor está tan a la baja, el momento en que abunda una generalización casi de la barbarie, entendiendo aquí por tal la quasi anomía, la ausencia de normas, quizá por profusión de las mismas y por circular tantos códigos  morales; parece como si a alturas de los doce, catorce, dieciseis y algunos más años, no se supiera bien dónde está el norte, y suceda tantas veces lo del famoso tango de Santos Discépolo.
   Por ello, reconociendo que aunque es fundamental la libertad de enseñanza, la profusión de información, el premio mucho más que el castigo, el impulso de las posibilidades personales por encima de las reglas sólo coercitivas, quiero subir nuevamente a su pedestal –aunque a un pedestal láico y con mucho más laurel que incienso- quiero celebrar las arrolladoras personalidades

             DE
 
 
   Don Jesús Montoro Martínez, tremendamente incansable, verdadero titán que era capaz de impartir varios cursos en la misma aula de los colegios de la ONCE en Alicante, verdadero ejecutor multitarea, que tan pronto transcribía ingentes cantidades de obras al braille como dirigía la rondalla, como se ponía a escribir la historia de todos los ciegos célebres del mundo (“Los ciegos en la historia”, en cinco muy gruesos tomos, con datos de todo el planeta quasi desde la prehistoria): verdaderamente incansable, y quizá el primero de los ciegos dignos de ser nombrado en su propia obra.
   Cuando saqué la cátedra de filosofía de instituto me llamó y me dijo: “!Perico, tendré que citarte”.
   Desgraciadamente no pudo ser.

   Don Angel Ros Campillo: que con 24 años se convirtió en el mismo colegio en mi profesor de piano teniendo yo 13 años y que comenzaba a tratarnos con un nuevo estilo: el del profesor que está al nivel del alumno, que es casi compañero del alumno; afortunadamente, como en la mayoría de casos de los aquí citados Don Angel vive y me honro con su amistad;

   Don Juan Francisco Sánchez, otro profesor de piano incansable (Colegio Inmaculada Concepción de la ONCE en Madrid), que hacía del estudio del 3º de piano un estudio concienzudo, meticuloso, serio, de la talla de la cátedra de conservatorio, sólo que con solicitud paternal.

  Don Eulogio Simón, profesor de Latín en el mismo colegio, incansable, correcto, educado, cariñoso:; aunque sus despistes –ya era muy mayor cuando nos dio clase- nos provocaban la risa, el latín que aprendimos no se nos olvidará nunca: yo llegué posteriormente traduciendo al instituto como ninguno –sólo superado por mi amigo Manolo Angosto-; todo gracias a su incansable labor e insistencia, su idea de enseñar a declinar, conjugar y traducir jugando, echando partidos entre sus discípulos: era increíble y transmitía el placer de trabajar con nuestra lengua madre.

   Don Francisco Cano: profesor de literatura de mi sexto de Bachiller, igualmente muy joven cuando comenzó a darnos clases, instalando un nuevo estilo, el del profesor de la época que llamábamos en este país de “la apertura”, inmediatamente después de morir el dictador. Su manera de leernos a Quevedo, a Machado, a Miguel Hernández, su sencillez y su fuerza arrollaban, porque veíamos autenticidad.

   Doña Gloria Sánchez Palomero, profesora de griego en el mismo instituto, el Isaac Peral en Cartagena, el instituto de Pérez Reverte. Doña Gloria igualmente ponderada por éste porque sin querer ella te envuelve su verbo, por su amabilidad y su rigor, mostrrando que ambas cosas pueden ir de la mano.

  Don Joaquín Lomba Fuentes, porque jamás he vuelto a ver dar clase de historia de la filosofía como él: cualquiera pensaría que hablar de los filósofos griegos o de KANT está totalmente reñido con el apasionamiento: Joaquín a todos nos demostraba cómo puede en efecto apasionar la tarea de pensar, aunque sea según reglas y con rigor.

   Don Federico Sánchez Mora, persona leal, afable, vital, de  cuya compañía me dejan los hados gozar en más de un paseo maleconiano. El me recuerda que el sentido del deber no está reñido con la comprensión y la humanidad.

   Don Antonio Campillo: que se hace querer por su sencillez, por una formación amplísima y actualísima y porque es capaz de poner todo eso en movimiento y trabajar sin descanso en el incómodo terreno de la tarea quasi pública: esa no pagada ni reconocida por los poderes: la del ciudadano con derecho al habla, a manifestarse, a señalar los atropellos que los poderosos infringen a la comunidad. Y todo hecho con seriedad, desacralizadamente, con la ayuda de los filósofos llegado el caso.
      
   Don Francisco Jarauta, de una formación difícilmente igualable, reconocido desde años en el mundo del pensamiento actual –sobre todo en el entorno de la reflexión social, estética, cultural- y de una alta calidad humana en tanto que siempre amigable y socialmente comprometido.

              
  
   Y cuántos se me quedan en el tintero: todos creo realmente me enseñaron. Esto no es tópico: sé de muchas personas que acostumbran a hablar mal de un tanto por ciento peligrosamente elevado de sus maestros o profesores. De ello cabría deducir, o que he tenido suerte o que mi talante también es benévolo para todo lo que signifique Superyo.
   Bueno, creo que más allá del falso dilema medio irónico anterior, esta actitud de estar encandilado por la mayoría de los maestros de uno es la mejor y para nada tiene que ser sin más conformista: ante tantos profesores las direcciones y los estilos son afortunadamente múltiples.
   No he de entrar más allá en ello, pero sí estoy convencido de que en la gran mayoría de casos los profesores son seres humanos imprescindibles y su papel es fundamental e insustituible: que con las máquinas obtengamos información, ¡vale! Mas el concederles el justo lugar en el aula y más allá hará que esta cultura no termine de pudrirse.
   Siento yo por mi parte no haber estado a la altura de las circunstancias por las razones que fueren y no haber colaborado también en esta labor que ellos me fueron dejando en el alma y que conservo sin duda, aunque no la pueda poner en juego en el aula.


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